Friday, September 4, 2015

La obra

Lo que nadie sospechaba, ni remotamente, era que la tierna esfinge metálica escondía en su interior un sinnúmero de órganos humanos. Todos muy cuidadosamente atendidos y preservados dentro de frascos perfectamente sellados. Estaban todos estos frascos, además, conectados entre si con finos alambres de cobre, formando un completo sistema listo para funcionar a su máxima capacidad. En el centro un frasco vacío, esperando el corazón perfecto. Porque, claro, todos sabemos que no cualquier corazón puede darle vida a una obra.
Todo empezó a fines de marzo, como un concepto, más que una idea, o, en realidad, como una preocupación, más que un concepto. Una sensación general de que, con tanto metal, el interior iba a estar muy vacío. Ya le había molestado un poco cuando lo había armado la primera vez, más pequeño. Ahora que la construcción eran mucho más grande el vacío era mucho más incómodo. No estaba para nada bien.
Ya que se trataba del interior de un mamífero lo más razonable, pensó, era completarlo con órganos de pequeños mamíferos. Los pulmones de un conejo blanco como la nieve. El hígado de un fuerte y atrevido cobayo. El cerebro de un astuto y viejo gato. De tienda de mascotas en tienda de mascotas, fue completando la colección. Para principios de junio estaba todo casi listo.
Se sacó los guantes y respiró profundamente. Miró atenta la mesa. Repasó mentalmente la lista. Contó los frascos. Algo no estaba bien. No se sentía bien. No, no. Volvió a contar los frascos. Los reorganizó y los contó por tercera vez. Suspiró moviendo la cabeza de lado a lado. Finalmente decidió tirar todo.
Se secó el sudor de la frente y sonrió. Los frascos estaban limpios y brillantes, cada uno con sus tapas acomodadas encima, sin enroscar. Frunció el ceño. Era importante entender que había estado mal. Apagó la luz y se fue a la cama.
Despertó en medio de la noche. No eran animales lo que necesitaba, eran personas. Los animales no piensan, no ríen, no lloran, no sienten. Su obra no podía ser digna sin todas esas cosas. Su obra no podía ser perfecta sin todas esas cosas. Comenzó a armar la lista.
Llegó septiembre y la fecha se le vino encima. Tenía casi todos los frascos llenos, solo le faltaba uno. Había probado tres diferentes, pero ninguno era adecuado. Tuvo que exponer, incluso con la obra incompleta. No tuvo opción. Trató de explicarlo, pero no podía hacerlo realmente sin dar todos los detalles.
Esa noche se encontró sola en la galería. Absorta miraba el cuadro de un pequeño cervatillo, sus piernas largas y delgadas, casi arácnido, no solo por su forma, pero también por su perturbadora posición. Las luces se apagaron de golpe, otra vez habían cerrado el lugar sin notar que ella estaba dentro. Caminó hasta su obra y la acarició con la punta de los dedos. Entonces cayó sobre ella la luminosa Epifanía. Gritó, un pequeño y agudo grito. Se tapó la boca temblando.
La encontraron sentada en el suelo, junto a su obra. Su pecho abierto de par en par, sus entraña desparramadas sobre sus piernas. Nadie entiende como hizo para abrirse el pecho, mucho menos para arrancarse el corazón y meterlo en un frasco. Algunos dicen que fue a fuerza de locura, pero otros saben que la locura no tuvo nada que ver en eso. No es locura lo que lleva al artista a completar su obra, sino la certeza, incómoda y profunda, de que el universo no puede estar completo sin ella.